domingo, 7 de agosto de 2011

Un viaje


Esa mañana me levanté temprano, fui al baño, me duché y vestí luego con ropa cómoda. De regreso en mi cuarto, busqué una casi olvidada mochila de mi padre y repetí la ceremonia que le había visto celebrar tantas veces: llenarlo con ropa, cepillo dental, un par de libros…

Cuando salgo, mi casa bulle de actividad. Como casi siempre, mi madre es la primera con quien me encuentro:
-         Me voy de viaje –le digo- vuelvo en tres o cuatro días…

-         ¿Cómo que te vas? ¿A dónde? ¿Con quién?

-         Me voy solo… Me voy a la sierra.

Diestra en su oficio, continúa el interrogatorio…

-         ¿Y dónde te vas a quedar? Hay muchos abismos; además hace frío… Y no conoces.

-         Ya veré, madre. No te preocupes. Me alojaré en alguna posada y pasaré los días por ahí, conversando con las llamas… Es mi cumpleaños y sabes que siempre lo paso fuera, sólo que ahora, en lugar de irme al cine o a la playa me voy a la sierra por unos días, no es nada del otro mundo…

-         Bueno, pero a dónde…

-         No sé, a la sierra; ya veré. No te preocupes… te llamo apenas llegue…

***
En el terminal, me sorprende no encontrarla, pues siempre llega primero a todas partes debido a que yo no llego temprano a ninguna. Pasan los minutos y la gente comienza a abordar el ómnibus en que se supone viajaremos. Mi carácter comienza entonces a tomar el control y me obsesiona con el reloj de la cafetería del lugar, justo frente a mí. Estoy convencido que todos piensan que me han dejado plantado…
***
La veo llegar en un taxi y sacar con dificultad las cosas del vehículo, apurada pero serena, como ella sabe ser. Hoy se ha hecho dos coquetas trencitas que le dan apariencia de adolescente, efecto que completó con ganchitos de flores, rojos y amarillos. Sólo verla y mi mal humor se disipa. Se me acerca sonriente. Me conoce y sabe que no puedo molestarme con su alegría. Así es ella y así soy yo…
***
Tras algunas horas de viaje que pasamos contándonos historias, comentando el paisaje y sufriendo los abismos, llegamos a nuestro destino. En la plaza principal hay vendedores de pan, queso y miel vestidos de pollera y sombrero.
Mientras me desentumezco y respiro el frío y vivificante aire del lugar, ella –que para variar me ha dejado con el equipaje- se pasea por la plaza, entre la gente abrigadísima a pesar del brillo del Sol.
-         Frío serrano –me dice risueña-. Con este solazo dentro de unos días vamos a tener los cachetes como dos huevos fritos…

***
Mochilas a la espalda, cruzamos el umbral de un bonito hotel en el centro.
-         Buenos días –nos atiende el recepcionista- ¿un cuarto o dos?
Había preparado una respuesta sutil a esa interrogante desde que planeábamos el viaje (o sea hacía 48 horas, más o menos), pero su practicidad femenina fue más rápida:
-         Una, claro… ¿acaso cree que nos alcanza para pagar dos? –le dice sonriendo.
Poco después estamos de nuevo en la plaza, tomando consciencia de que viajar a un lugar desconocido con los bolsillos semivacíos no iba a ser tan cómodo como habíamos pensado.
-         Ni hablar –me dice- , tenemos que buscar. Siempre hay posadas baratas y podemos hablar con los dueños para que nos cobren menos…
Luego de una hora de pesquisas sin encontrar nada que se ajustara a nuestro presupuesto y requerimientos llegamos a la posada de una señora ya mayor, cuyo aire maternal nos llevó a explicarle sin remilgos nuestra situación. En su casa encontramos dónde quedarnos.
***
Nuestro primer cuarto tenía paredes anchas de barro con quincha, de esas que opacan los sonidos; pegada a una de éstas, la cama: grande y cubierta con gruesas frazadas color madera. Al otro lado, junto a la cabecera, una pequeña mesa de un solo cajón. A los pies, el baño, muy pequeño, al extremo que la ducha estaba casi sobre el sanitario, cerquísima del lavatorio.
***
Hacemos nuestra la habitación: sacamos las cosas y les damos un lugar; igual nosotros, tratando de adivinarnos. Ella toma mis cosas y las coloca junto a las suyas.
Empieza a caer la tarde y salimos a caminar…
***
Anduvimos bastante, vivificados por el frío. El alegre cansancio tornaba en gentil cualquier lugar para el reposo. Sentados sobre una vereda, nos entretenemos saludando a todos: “Buenas… buenas tardes”… Descubro que me encanta saludar…
***
Salimos de la ciudad y escalamos un pequeño cerro. Poco delante de nosotros, una niña de no más de cuatro años camina junto a dos corderitos. Temo por ella, por lo que le pudiera ocurrir en medio de tanta soledad. Una torpeza. Me doy cuenta que el temor sólo está en mí. ¿Qué le podría pasar? ¿A qué le puede temer una personita que vive en medio de lo inmenso del campo abierto y el silencio?... Mi compañera se acerca a la niña y le pide una foto. Frente a nosotros, entonces, surge la maravilla: la niña abraza a los animalitos y, con su sonrisa, nos regala un momento perfecto.
***
Un cuarto a oscuras y la suave embriaguez de un poco de vino; olor a flores amarillas robadas de la tarde (para siempre regresar, me dijo), incienso y dos seres descubriendo, amorosos, que el tiempo, los nombres, el cuerpo, todo no es sino mentira; atrapados en el abandono que hace eternos los momentos…

Afuera, el mundo de los nombres…
***
Fueron anocheceres cansados y mañanas frescas y nuevas, con los ojos limpios de ayer…
***
De vuelta a casa, dormitamos en el ómnibus… Entre sueños, la veo; y en ella me veo a mí… Sé que no siempre estará ahí, que nuestra belleza juntos fue sólo breve estación del camino que todos andamos a solas, empapados de gracia, flores amarillas, incienso, gratitud… Olvido…

1 comentario:

  1. ehhh....tengo una copia del original de hace 15 años...pensé que nunca lo publicarías...de no hacerlo lo iba a hacer yo... :0)

    ResponderEliminar