martes, 9 de agosto de 2011

El misterio del Día de San Valentín


El mes de febrero tiene la misteriosa facultad de convertir la mente de muchos hombres en un crematorio neuronal capaz de llevarlos a cometer locuras como empeñar las medias o vender un órgano (ubicado de la cintura para arriba, para no chocar con el órgano del romanticismo masculino, ubicado una cuarta debajo de la correa) en aras de cumplir con los caprichos de la actual dueña de su corazón y futura dueña de su sueldo.

Ella, por su parte, vive esta temporada convertida en una repetidora de frases, indirectas y miradas lánguidas destinadas a meterle bien en la cabeza (a él) una idea clara del regalo que más le conviene (a ella), en el marco de una sutil estrategia femenina muy  comprensible si consideramos el criterio catastrófico que tiene el hombre para escoger cualquier cosa (pareja, sobre todo).

Esto porque, si la mujer deja al hombre libre albedrío para elegir su presente del “Día de los Enamorados” (¿?) se expone a pasar la fecha viendo una pelea de perros o recibiendo como obsequio un guante de box (con una mano adentro, en el caso de los estudiantes de anatomía).

De otro lado, el asunto del regalo reviste vital importancia social para la mujer, pues buena parte de su prestigio en el grupo de sus mejores amigas (o sea aquellas que la critican a sus espaldas) dependerá del costo del “detalle” que el “gordo” o su “amor” le haya podido comprar como prueba de romanticismo y de que la valora como se merece (¿?)

Muchos hombres (los tacaños, sobre todo) piensan que la originalidad del obsequio (un nabo en forma de corazón, digamos) debería ser tomada en cuenta por la mujer a la hora de calificarlo, pero este criterio es inaplicable al macho promedio, que tiene menos inventiva que un minutero, por lo cual sus típicos regalos de San Valentín son:

Flores

El enamorado convencional regala flores como lo hacen los varones de su familia desde hace más de 100 años, cuando la costumbre fue iniciada por el tatarabuelo, desaparecido trágicamente justo un 14 de febrero, cuando dormía rodeado por los arreglos florales con que pensaba obsequiar a su esposa por sus bodas de oro y fue sepultado vivo por sus vecinos, quienes creyeron que lo suyo no era siesta sino velorio.

Dulces y chocolates

Último recurso de quienes olvidaron comprar regalo y buscan evitarse el cóctel de llantos, recriminaciones y peroratas autocompasivas (“a todas les regalan cosas menos a mí”) con que las mujeres suelen sancionar estas terribles negligencias.
Cabe anotar que si bien los dulces y chocolates son eficientes salvavidas (pues son baratos y se los encuentra uno en cualquier tienda) tienen como efecto secundario el progresivo ensanchamiento de la comensal, quien cuando su pareja menos se lo imagine habrá superado exitosamente la barrera de los 80 kilos, como una manera de castigarlos (a él y a su columna) por su tacañería y desconsideración.

Peluches

El hombre convencional siempre ha tenido una fijación con el asunto del tamaño, mismo que en el caso de este tipo de regalo se manifiesta en el afán de muchos varones por sorprender a su pareja con uno grande (un peluche grande, quiero decir), como una forma de compensar otras pequeñeces no evidentes pero sí lacerantes para él. Por una misteriosa razón, estos obsequios desmesurados son muy populares entre los que viven pendientes de su auto o se preocupan por tener el más reciente modelo de celular.

Tarjetas

Recurso típico de quienes les importa un cobre San Valentín y debido a ello sólo regalan lo indispensable para evitarse el episodio depresivo (en algunos casos auténtico) que experimentan muchas mujeres que se sienten “olvidadas” en esa fecha.
En general, quienes regalan tarjetas son hombres que ya no aman a sus parejas u hombres ya casados con ellas, que viene a ser lo mismo.

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